sábado, marzo 25, 2006

Gotas Mágicas -Cuento-Andrés Mazzitelli



Hubo un tiempo en el que supe dormir la noche entera. Creo que fue así. Creo que no siempre existió esta farmacia sobre mi mesita de luz. Cuando Dorina, nuestra hija mayor, me dijo un día que ya no dormiría en casa, que hablan decidido con Pablo vivir juntos, creo que esa noche debuté con el Valium. Y mientras me hundía en su innatural. sopor, tuve la visión de que todas esas cajas en torno al velador eran rascacielos de una ignota urbe. Roberto se enteró cuando volvió de Boston, de su famoso simposio de aplicación de siliconas. Pero, ni siquiera reaccionó: el día siguiente partió rumbo a Santiago de Chile a dar él mismo un seminario un seminario siliconas. No sé porqué me duele a veces acá, en el pecho, corno si el miocardio se me cuarteara cono el lecho da un lago seco.

“Gotitas mágicas para el dolor,
que curan todas las penas...”

Mi madre solía cantarme eso. Cuando a Papa lo trasladaron a Colonia del Sacramento, mi pequeño mundo quedó pera siempre en Montevideo, mi patio, la escuela Sagrado Corazón y Elenita, a quien no volvería e ver hasta los 45 años, cuando nos encontramos casualmente en un curso de Historia Contemporánea en Buenos Aires. Hay momentos en que pienso en la mirada de Dios. Los ojos con que nos habrá mirado el día que nos despedíamos con Elenita, prometiendo encontrarnos pronto, en vacaciones, tal vez antes, mientras la lluvia desbordaba el patio de baldosas rojas y blancas del Sagrado Corazón.—Me duele, Mami. Me duele aquí, en el pecho...—dije la primera noche en la nueva casa. Los ojos de Mamá se iluminaron. Su voz suave se derramó sobre mí en un cántico que me envolvió como una caricia, mientras iba directo al dispensario. El dispensario era un cuartito estrecho, mas allá de la cocina y el lavadero, donde había un gran aparador con vajilla y comestibles. Mamá tenía una escalerilla que usaba a veces. Esa noche, mientras todos dormían y yo agonizaba por primera vez a los 7 años, Mamá trepó a la escalerilla y abrió la última portezuela de la izquierda.

“Gotitas mágicas pare el dolor,
que curan todas las penas.
Alivian el corazón
cuando la noche no es buena...”

Hundió su brazo en el estante, hurgando con enigmáticos ojos.
—Este será nuestro gran secreto!—murmuró a mi oído apenas con el aliento, mientras mostraba el raro frasco alargado, de formas sinuosas, con rotulo antiquísimo de letras doradas y contenido oscuro.
Dejó caer tres gotas en un vaso de agua que bebí con avidez. Y supe al instante que en verdad eran mágicas, por su dulzor indescriptible y en su sabor, el eco de frutas exóticas, y la fragancia de flores de selvas seguramente remotísimas. Mientras ese indefinido sabor inolvidable se extinguía en ni boca, pude sentir todo el efecto de la magia descendiendo por mi pecho.
—Ya...ya...ya me siento mejor, Mami...
Al día siguiente, juro que Colonia me perecía manos hostil y sombría. Alguna vez he intentado contarle a Roberto acerca de aquel misterioso elíxir, pero el está con eso de que es el único cirujano de Montevideo capaz de hacer que una mujer con 75 de busto llegue a medir después de la intervención 115. No se lo he dicho, pero hay pocos trabajos que me parezcan más grotescos. Básicamente, no me molesta lo que hace, sino porqué lo hace. Yo no sé si Roberto fue distinto alguna vez. Creo que si, pero no puedo recordarlo, lo cual es mas bien alarmante. Cuando pienso en esos días, solo acude a mi memoria el beneplácito de mi padre. Por entonces, las mujeres solíamos elegir un buen yerno antes que un buen esposo.
Gotitas mágicas cuando no fui seleccionada para el elenco de teatro de la escuela, en tercer grado. Gotitas mágicas cuando se nos fue Lany, nuestro anciano caniche, amasijo de bucles y alegría. No veía bien ya, y calculó mal la velocidad de aquel coche a la hora de cruzar.
No recuerdo bien cuando tomé las gotitas, por última vez. Supongo que eso significa que no viví grandes infortunios. O quizá sí, pero ya había desarrollado lo que llamo “el campo de fuerza”. La chica de la historieta Los 4 Fantásticos tenia uno. Era una cúpula invisible que la protegía de cualquier ataque externo. Mi campo de fuerza a veces ha estado confeccionado de estudio, otras de bebés, otras de invitados, amistades, parientes, en fin: caso todo me resultó útil a la hora de reforzar mi campo de fuerza. Aún así, nunca dejé de pensar en el extraño frasquito de las letras doradas, en su procedencia, en cómo llegó a manos de Mamá. No volví a experimentar jamás una paz semejante, ni esa cosquilla tibia bajando por mi cuerpo. Fumo bastante, en ocasiones incluso por puro placer, pero no se le parece. Fui anestesiada en dos oportunidades y tampoco se asemeja. Algo había en esa panacea. Algo secreto y maravilloso. Algo puro y espiritual, quién sabe, quizás hasta sagrado o milagroso. Y guardé bien al secreto, tal como ella me lo pidió hace ya cuatro décadas. Ahora, solo yo soy testigo de su existencia.
No le dije a Roberto lo de mi biopsia, porque el tenía reunión con el cantador de la clínica y cuando eso sucede, la única forma de tener acceso e su mente es disfrazada de número. Tampoco quise abrir el sobre con el resultado ni me quedé a escuchar el infructuoso esfuerzo humanístico del doctor Delgado. Lo que me importaba saber ya lo había leído en sus ojos. Los detalles no ya no me interesaban.
Manejé por la Avenida Brig. Gral. Rivera sin rumbo fijo, en medio de la lluvia y el desconcertante palpitar de luces rojas de stop y bocinazos. Mientras luchaba por aclarar mis ideas, me descubrí, mas bien para mi asombro, estacionada frente a la casa de mis padres, en Colonia. El reloj del tablero marcaba las 11 de la noche. No tenía memoria alguna ni de la ruta 1 ni de los 180 kilómetros que debí transitar entre ambas ciudades. De hecho, es posible que haya estado un buen rato allí, en silencio, dentro del coche, hasta por fin darme cuenta de donde estaba.
Entré cerrando el pórtico con el peso de mi cuerpo. Adentro, había un penetrante olor a alcanfor y naftalina. Viejas boletas de impuestos se amontonaban al pie del pasacartas. Estaba oscuro, pero mi cabeza era un colorido desfile de imágenes actuales y pasadas. De pronto, recordé por qué estaba allí. A tientas, conecté la electricidad de la casa. Allá lejos, un resplandor pálido se encendió. Lo seguí. Crucé el living, de fantasmagóricas formas cubiertas y el comedor diario. De pronto, escuché la voz de mi madre:

“Gotitas mágicas para el dolor,
que curan todas las penas...”

Me detuve en medio de una exhalación. Sabía que era imposible. Supuse que el viejo cántico que tan familiarmente sonaba en la distancia, era solo el eco de su recuerdo en mi mente. Cuando llegué a la cocina descubrí atónita que la luz encendida era la del dispensario. Una sensación sobrenatural me oprimió la garganta. Cuando logré recobrarme, ingresé al cuartito. Acerqué la escalerilla a la alacena y subí lento los tres peldaños, que se quejaron con dos crujidos, igual que cuando subía mamá. Me volví desde la altura hacia la puerta y pude verme claramente allí, en el vano, de pié, escuálida como una muñeca pataslargas, los ojitos húmedos: “Me duele, Mami...Me duele aquí en el pecho...”
Abrí la última puerta de la izquierda y deslicé mi mano hacia la negrura. No pude hallarla. Un frío helado me descendió por la espina. Extendí más el brazo en el interior, pero sólo di con el fondo del aparador. Me sentí francamente desamparada. Giré un poco la muñeca y de pronto mis dedos rozaron una especie de botellita. Era de vidrio, delgada, de formas afiladas, más pequeña que en mi memoria. Las manos me temblaban cuando la saqué del estante y la acerqué a la luz.

“... Alivian el corazón
cuando la noche no es buena...”

Y puede que haya sido mi propia voz, temblando en un hilo apenas, la que cantaba, pero no estoy segura.
La bombilla se movió un poco. Su luz tenue bañó la botellita y la etiqueta dorada volvió a fulgurar después de 40 años, en un destello que me iluminó el rostro y el alma: “Extracto de esencias aromáticas de Vainilla-La Habana, Cuba”
Me quedé allí un instante, poniendo en orden mis pensamientos. Sabía de antemano que aquellas letras no guardaban ningún significado para mí, así que bajé de la escalerilla. Y mientras afuera la tormenta por fin amainaba, mezclé tres exactas gotas en un vaso con agua y las bebí de un sorbo con desesperación.

-Ya, ya...Ya me siento mejor, Mamá. Ya me siento mejor...

Andrés Mazzitelli

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