jueves, noviembre 15, 2007

El Señor Edison por Andrés Mazzitelli





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El Señor Edison no era muy locuaz. En realidad no había pronunciado una palabra desde julio de 1947. En aquel entonces, la instalación militar secreta T.O.T era apenas un hangar con los cristales pintados de negro en medio del desierto. T.O.T era la sigla de “Treat or trick”, la frase que han utilizado desde siempre los niños estadounidenses para hacer bromas durante el Halloween, la tradicional fiesta pagana de la Noche de Brujas. Todos los 30 de octubre, los niños se disfrazan con atuendos horrorosos y salen a tocar las puertas del vecindario. Cuando alguien contesta, los pequeños monstruos preguntan “treat or trick?” y el dueño de casa debe optar entre hacer el trato y obsequiarles algunos dulces o atenerse a las consecuencias del truco, que no es otra cosa que un susto propinado por los pequeños.
Se decía que la primera persona en llamar al inmenso hangar “Treat or trick” había sido el Coronel Alistair Reamsey, quien fuera nombrado máxima autoridad para hacerse cargo del asunto del Señor Edison cuando el Señor Edison llegó a Nuevo México. Reamsey había servido con honores en la guerra del Pacífico, comisionado luego a integrarse al Proyecto Manhatan por su excelente foja de servicio y sus conocimientos en ingeniería y física. Llegó incluso a ser Segundo del Coronel Leslie R. Grove. El Proyecto Manhattan era el nombre clave con que se llamaba lo que luego sería conocido como bomba atómica. Reamsey era excelente para los secretos de estado. Y tenía cualidades más de político que de militar rudo: poseía un sentido del humor brillante.
Sin duda fue también a él a quien se le ocurrió el ingenioso nombre de Señor Edison. Ya durante el ensayo nuclear de Alamogordo, el 16 de julio de 1945, algunas luces extrañas fueron vistas por la noche, en inmediaciones de la torre de madera donde se iba a detonar el prototipo de Fat Man, que luego sería utilizado para devastar Hiroshima. Poco después de la detonación secreta experimental, que hizo temblar la tierra a cientos de kilómetros a la redonda, una escuadra de 8 o 9 objetos brillantes sobrevolaron la zona durante más de una hora, tiempo suficiente para que algunas cámaras que aún estaban instaladas para documentar la explosión, tomaran imágenes muy detalladas en película de 16 mm color.
A Reamsey también se le había ocurrido la historia que recogieron los medios de la zona en esa época, cuando todos se preguntaban qué había sido ese estampido y el temblor que le siguió: “Una estampida masiva de ganado”. La gente lo creyó, aún cuando nadie vio una sola res corriendo.
Cuando el Coronel Reamsey fue citado de urgencia a una instalación secreta del ejército en el desierto de Nevada, poco después del incidente Roswell, supo que algo realmente grande estaba sucediendo. Más grande quizá que el ultra-secreto Proyecto Manhattan.
La primera vez que vio al Señor Edison fue a través del cristal espejado de una especie de sala de interrogatorio, en el interior del complejo, custodiado por varias decenas de soldados de alto rango armados como para pelear dos guerra juntas. Era una criatura de a lo sumo un metro 40 cm, de piel entre verdosa y amarillenta, con miembros delgadísimos y un tanto desproporcionados en longitud respecto del resto del cuerpo, y un cráneo decididamente inmenso, sin rastros de cabello o vellosidades: solo dos ojos como óvalos, sin párpados ni pestañas y negros como un abismo. Sin embargo, no fue esto lo que asombró al experimentado Coronel, sino que la criatura estaba fumando. En efecto, sostenía un cigarrillo con dos extremidades semejantes más a tentáculos que a dedos, y lo llevaba a una pequeñísima hendidura en su rostro, sin duda una suerte de boca, donde aspiraba el humo.
Había llegado hacía dos noches, después de un espectáculo de luces en el cielo que el ejército se apresuró en rotular como “Maniobras de entrenamiento”, teniendo en cuenta que numerosos testigos se presentarían en medios de comunicación para describir luego los fenómenos nocturnos. Descendió de un disco brillantísimo y caminó simplemente hacia los hangares, en medio del desconcierto y el terror reinante. Se detuvo a medio metro del teniente Robbins, mecánico de la base, quien miraba boquiabierto. Robbins estaba fumando y la criatura, con un ademán, le pidió el cigarrillo. Desde entonces no había dejado de fumar, al parecer como gesto de integración y camaradería.
La voz del Señor Edison no era lo que se entiende precisamente como voz. Se escuchaba como una articulación pausada, cálida y grave, con un tono ligeramente condescendiente y siempre tranquilizador, nada exaltado. Era un inglés neutro, ligeramente londinense, absolutamente desprovisto de modismos, contracciones, neologismos o regionalismos. Sonaba un poco como la voz de un documental del National Geographic. Aunque no se puede decir que la voz del Señor Edison sonara literalmente, puesto que nadie jamás pudo grabarla.
Uno podía “escuchar” la voz del Señor Edison sonando directamente en el interior de su mente, en caso de que estuviera a distancias inferiores a dos metros. Como sus labios no se movían, porque además, de hecho, carecía de labios, el fenómeno de escuchar esa pausada locución hacía a menudo que el interlocutor se diera vuelta pensando que alguien hablaba a sus espaldas. Recordaba esos viejos trucos de ventriloquia. El Señor Edison hubiera amasado fortunas en un circo con ese acto solamente, pero tenía sorpresas mucho mejores para sus actuales custodios.


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Las cosas fueron extremadamente simples: el Señor Edison había venido en busca de algunos favores y estaba dispuesto a pagar por ellos. Los Generales se miraron entre estupefactos : parecía un regalo (literalmente) del cielo. La Guerra Fría se había instalado como una negra espada de Damocles entre los dos bloques de post Segunda Guerra y todo parecía indicar que aquel que estuviera mejor pertrechado terminaría imponiéndose. Habían visto, aunque no muy de cerca, el vehículo que trajo al Señor Edison: un disco brillante de color verde pálido con algunos destellos azules y otros de un blanco tan intenso que semejaba al disco solar. No se apreciaba detalle estructural alguno. Ni alerones, ni escotillas, ni parabrisas, ni flaps, ni costuras, remaches o ensamblaje, ni tren de aterrizaje, antenas o armamento visible.
Tampoco emitía sonido: uno tenía la sensación de escuchar un siseo eléctrico por momentos, pero a veces ni siquiera eso. Daba un poco la impresión de rotar lentamente sobre su eje vertical, pero muy bien podría tratarse de un efecto óptico producido por el modo en que centelleaban alternativamente las luces.
También resultó particularmente notable el hecho de percibir una corriente de aire que fluía hacia el objeto, a la inversa de lo que sucede con las aeronaves terrestres, que siempre generan un desplazamiento de aire que se aleja de sus fuselajes. Era como si la más sutil de las succiones se produjera en un radio de 20 a 30 metros del aparato.
Había aparecido de la nada, sobrevolando la instalación militar con increíbles movimientos verticales y horizontales instantáneos, acelerando a velocidades inimaginables y deteniéndose de pronto, quedando suspendido como por arte de magia sobre la torre de control. Los ingenieros habían concluido que cualquiera que estuviera en el interior, terminaría aplastado por las fuerzas G y hecho papilla. Sin embargo, el Señor Edison descendió gozando de excelente salud. Y su organismo distaba mucho de parecer fuerte o atlético.
“Mi Reino a cambio de tres o cuatro de esas aeronaves”- pensó el Coronel Reamsey, y ya las imaginaba sobrevolando Moscú, poniendo de rodillas al Ejército Rojo sin disparar un solo fusil.
El insólito trueque interplanetario se inició con la frase “En qué podemos serle útil?” y la mejor sonrisa de gerente de banco del Coronel Reamsey. El Señor Edison habló acerca de estudiar especies, de modo que terminó solicitando una docena de posibles lugares para realizar estos estudios. El ejército debía liberar esas zonas en momentos muy precisos, y mantenerse al margen, mientras se realizaban los estudios, que en general no duraban más de una hora, a lo sumo. No parecía muy complicado. Todo lo contrario. Se discutieron las opciones y el Alto Mando encontró muy ventajoso el intercambio cultural: cualquier cosa que pudiera venir del Señor Edison sería muchísimo más lucrativo a la larga que las entrañas de una vaca o el cerebro de un caballo.
Cuando el trato se cerró, Edison solicitó papel y lápiz y dibujó velozmente un croquis y escribió en perfecto inglés 14 carillas de ecuaciones y explicaciones varias. Una comisión de técnicos diseñadores e ingenieros estudiaron durante 3 días los manuscritos. Arribaron a una conclusión definitiva: el manuscrito explicaba detalladamente el diseño de un dispositivo de cocción de alimentos aprovechando las características eléctricas de la molécula de agua. El Señor Edison acababa de inventar el horno de micro-ondas.
Lejos de decepcionarse, Reamsey mandó construir el aparato con alegre interés. Naturalmente discutieron en junta de Generales las posibles utilidades del horno a micro-ondas en el campo de batalla, como arma letal contra el enemigo, pero no se arribó a ninguna conclusión , toda vez que introducir la cabeza de un soldado ruso por la puertita del micro-ondas iba a ser una tarea poco práctica o directamente imposible.
Reamsey y los demás consideraron de todas formas histórico el intercambio, y accedieron a facilitar 12 lugares de descenso para estudiar la fauna local por parte de lo que llamaron Los Amigos del Señor Edison.



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Los Amigos del Señor Edison fueron increíblemente puntuales y precisos. Tomaron muestras de ganado en los lugares acordados, algunas bastante insólitas, como por ejemplo el ano de una oveja en el estado de Wyoming, o dos colmenas íntegras, en sus cajones de madera, en Tolono, Illinois. Las colmenas aparecieron luego estrelladas sobre el toldo externo de una cafetería, en la carretera, a casi 100 Km. de la granja donde habían sido arrebatadas. El diario local, el Daily Farmer, publicó fotografías del extraño incidente, titulando el artículo “Las increíbles colmenas voladoras” . Es de suponer que luego de ser plagiadas y llevadas al interior de la aeronave, las abejas habrían despertado súbitamente, con incómodas consecuencias para sus tripulantes. Eso explicaba que hubieran sido arrojadas con prisa desde las alturas.
Poco a poco, el hangar “Treat or trick” se fue llenando de más y más instalaciones y equipamiento científico. Llegó un momento en que se volvió el corazón de la base y la base misma dejó de ser utilizada como tal. Estaba claro que iba a hacer falta más espacio e instalaciones más acordes a la magnitud de los acontecimientos que estaban teniendo lugar, de modo que se comenzó a construir en un hangar aledaño una inmensa edificación subterránea. La cantidad de metros cúbicos de arena, roca y sedimento que se extrajeron fue tal, que se formó una especie de colina de más de 300 metros de altura unos 15 KM al norte de la base.
También mandaron traer desde Pennsylvania el segundo prototipo de la ENIAC, más para impresionar al Señor Edison que por su virtual utilidad. ENIAC era la sigla de Electronic Numerical Integrator and Computer, el primer computador moderno, construido en la Universidad de esa ciudad un par de años antes. Podía resolver 5000 sumas y 360 multiplicaciones en un segundo. Su record consistía en arrojar el resultado correcto de la potencia 5000 de un número de 5 cifras en apenas...un segundo y medio. La ENIAC era sin duda la niña mimada de la ciencia, aunque tenía un par de aspectos embarazosos: en primer lugar, era un mazacote de 30 metros de largo por 2,40 de ancho. Con todo el cablerío interconectable, semejante al de una central telefónica, mas las 17.468 válvulas de vidrio al vacío que constituían su cerebro, llegaba a pesar 32 toneladas. Funcionando a pleno, con todas esas lámparas encendidas, podía hacer que la temperatura del cuarto donde estaba ascendiera a los 50 grados centígrados.
Cuando el Señor Edison solicitó nuevas zonas de aterrizaje para recoger muestras , el General Reamsey le pidió detalles sobre sus aeronaves. Hablando a través de un teléfono de campaña, le fue trasladando las cifras calculadas velozmente con la ENIAC sobre la aceleración y el empuje de esos vehículos, medidos por medio de las filmaciones. Edison lo miró largamente, mientras Reamsey cambiaba de mano el pesado receptor del teléfono para evitar los calambres. Después, escribió cerca de 30 carillas de gráficos, ecuaciones y detalles explicativos.
Sus técnicos analizaron febrilmente los escritos y advirtieron que se trataba de un sistema de telefonía portátil, con antenas re-transmisoras que cubrían las distancias en forma de células. Todo remataba en un aparato de 3 por 10 cm y delgado como un lápiz que podía emitir y recibir desde cualquier lugar del mundo.
Reamsey, que estaba haciendo sus primeras armas en negociación interplanetaria, intentó presionar a Edison. Pronunció una frase insólitamente irónica. Con actuado desinterés, devolvió este último manuscrito diciendo: “No nos interesa. Nos interesa el sistema de propulsión de sus naves. Esto de los...teléfonos celulares es algo que...podría funcionar, pero no es nada del otro mundo”
La verdad es que sí era algo del otro mundo. Del mundo del Señor Edison. Edison meditó en silencio durante varias horas. Luego, extendió uno de sus brazos-tentáculos y señaló al otro lado de la pared. A varios metros estaba la ENIAC, titilando en el aire caldeado. Edison hizo un gesto hacia el enorme mamotreto y acto seguido dibujó una especie de insecto rectangular de apenas 3 cm, con patas como alambres a ambos lados. En los meses que siguieron, escribió volúmenes completos que llevaron al desarrollo de lo que se bautizaría luego como circuito integrado.


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En los años que siguieron, el Señor Edison intercambió numerosas ideas y dispositivos con la gente del proyecto Treat or Trick. El circuito integrado condujo directo al microchip, y éste, a su vez, llevó al desarrollo de las computadoras. Cuando las computadoras fueron numerosas, Edison sugirió interconectarlas unas con otras, lo que llevó a la invención de Internet.
También proporcionó los diseños de las pantallas de cristal líquido y posteriormente las de plasma, el almacenamiento de datos en disco compacto, el perfeccionamiento de la fibra óptica, el lenguaje del sistema operativo de las primeras computadoras personales, la luz alógena y el baño químico, entre más de un centenar de inventos menos impresionantes, pero igualmente útiles, como el cemento de contacto.
Estos adelantos no salían a la luz de inmediato. Eran analizados y solo llegaron a concretarse los que respondían a intereses específicos del Gobierno en ese momento. Mucho proyectos aún deben permanecer archivados. Claro que a cambio, Edison solicitó más y más zonas de aterrizaje. Los medios de difusión comenzaron a recoger abundantes testimonios sobre luces misteriosas en numerosos estados, a lo que se sumó la aparición de ganado muerto con extrañas mutilaciones. Cuando comenzó a cundir la alarma en todo el país, el alto mando aconsejó a los Amigos del Señor Edison utilizar otras zonas para sus experimentos, zonas más alejadas, zonas que quedaban en países ignotos, sin capacidad defensiva ni de rastreo aéreo, países con población cultural y tecnológica menos desarrollada. Lugares como Sudamérica, por ejemplo.
Para entonces, Edison había cruzado una línea trascendental en la negociación: solicitó experimentar con seres humanos. El Alto Mando se opuso en un principio, pero la década del 60 desplegaba nuevas perspectivas sombrías respecto de la Guerra Fría, de modo que se concedió el permiso, siempre y cuando no se asesinara ni se mutilara a los seres humanos como al ganado, y si se tenía el buen criterio de capturar para los estudios a personas que vivieran en alejadas zonas agrestes o rurales, personas a menudo podo instruidas que no gozarían de crédito a la hora de relatar la fantástica historia de los invasores de otro mundo.
El Coronel Reamsey pasó a retiro a principios de los 70. Para entonces, ya había sido promovido a general. En todo ese tiempo, fue incapaz de extraer del Señor Edison información alguna sobre el sistema de propulsión de sus naves, como así tampoco detalles sobre el material que las revestía o formas de desarrollar nuevas armas. El Señor Edison tampoco dio detalles acerca de cómo se trasladaban por el espacio, especialmente teniendo en cuenta que el sistema estelar del que afirmaba venir estaba casi al otro lado de la galaxia.
La profunda decepción en que fueron sumiéndose las Fuerzas Armadas durante la guerra de Vietnam condujo a pretender resolver el conflicto a como diera lugar. Así, se discutió seriamente el empleo de armamento nuclear, tal como se había hecho con Japón. Se dijo incluso que un escuadrón de bombarderos armados con ojivas atómicas llegó a despegar con la misión de aniquilar al Vitcong con una lluvia radioactiva, y que fue interceptado por una flota de luces no identificadas, que terminaron abortando la operación. El Señor Edison argumentó que una sola detonación nuclear en Vietnam hubiera determinado el inicio de una guerra a escala global, y que al final no quedaría planeta alguno ni dónde vivir, ni mucho menos dónde realizar sus experimentos.
Tampoco logró el ahora General Reamsey que Edison le proporcionara alguna manera de evitar que las células de cáncer dejaran de reproducirse en su páncreas. Llegó a suplicar e incluso derramó un par de lágrimas, pero Edison se mantuvo firme en el silencio absoluto en que se sumía cuando no tenía nada más por decir. Reamsey sucumbió a su enfermedad a fines del 75, a tiempo para contemplar la caída de Saigón, el 30 de Abril de ese año.
Posiblemente fue la ausencia de Reamsey y la sensación de derrota, lo que generó más y más tensión entre el Alto Mando y el Señor Edison. Su falta de respuesta cuando se le solicitaba el motor de sus naves, armas o el material de su estructura, condujo a un punto de quiebre, a finales de los años 70. El Alto Mando se retiró virtualmente de la negociación, amenazando con levantar la cobertura de disfraz y protección de que gozaban los Amigos del Señor Edison y sus naves desde la década del 40. Edison guardó silencio. Después de un tiempo, estuvo claro que el Alto Mando no podía sencillamente admitir que había ocultado semejante descubrimiento por más de 3 décadas. Tampoco podían reconocer que gran parte de los adelantos y descubrimientos que tanto enorgullecían a sus laboratorios y universidades, en realidad provenían de apuntes garabateados por un ser verdoso de cabeza inmensa y de menos de 1 metro y medio de estatura. Mucho menos que estos inventos venían siendo administrados cuidadosamente sin tener en cuenta para nada el progreso de la Humanidad y sí los vaivenes de la política internacional en primer lugar y el rédito económico en segundo. Así, la negociación se re-estableció.


-Epílogo-

El Señor Edison murió a fines de los 80. Se percibía un poco ya su vejez en los pliegues del rostro. Se quedó inmóvil, como casi siempre, pero había una sutil e inexplicable diferencia entre su habitual quietud y esta rigidez .Y una especie de velo blanquecino fue cubriendo como una helada las dos enormes elipses, negras como abismos, que eran sus ojos. El Coronel Clarence Whitaker, que era la persona designada para negociar con Edison tras la muerte del General Reamsey, juró haber escuchado en sueños en su mente la voz de Edison esa noche diciéndole “Debo irme, otros tomarán mi lugar”
Tres noches más tarde, mientras el Alto Mando aún debatía la autopsia o la sepultura del extraño ser, varias luces sobrevolaron el complejo. Supusieron de inmediato que alguien suplantaría a Edison. Camino a la instalación secreta T.O.T. el Coronel Whitaker se detuvo en un mercado, al costado del camino. En la caja, mientras pagaba, escuchó la alegre discusión entre dos señoras y el cajero. Por un pequeño aparato de televisión que colgaba del cielo raso, estaban llegando noticias a cerca del descubrimiento de un sistema estelar muy semejante al Solar, con planetas orbitando y con uno haciéndolo a una distancia casi idéntica a la que lo hace la Tierra con nuestro Sol. La discusión entre los parroquianos era acerca de si existía o no vida inteligente y...si nuestro Dios sería también el creador. Mientras la caja registraba los abastos del Coronel, que vestía un riguroso atuendo de granjero, le pidieron su opinión a lo que él respondió lacónico: “Sólo creo en lo que veo” Y el beep del láser sonó mientras reconocía el código de barras de los comestibles que acababa de comprar. Pensó el Coronel para sus adentros que era muy extraño que nadie hubiera reparado en los adelantos proporcionados por el Señor Edison todos estos años, y que se siguiera debatiendo futilmente la existencia o no de otras formas de vida en el Universo. De hecho, el mismísimo código de barras había sido proporcionado también por Edison.



-Camel Man-


En realidad, descubrir cuáles son los inventos propios de la humanidad y cuáles fueron ganados con el canje, es bastante simple, si uno observa con atención. Por ejemplo, el avance en tecnología de semiconductores pequeños y poderosísimos ha sido meteórico, imposible de asimilar. Los mismos técnicos que se encargan de reparar computadoras terminan reemplazando placas enteras cuando algo no funciona. Se sabe que una sección de chips cumple tal función y que otra sección cumple tal otra función, pero nadie puede comprender realmente lo que sucede dentro del chip. Los métodos mismos de fabricación son misteriosos. El más avezado de los ingenieros fracasaría al intentar explicar la naturaleza íntima de, por ejemplo, un microprocesador de última generación. Terminaría resumiendo elípticamente como cuando se le explica a un niño el funcionamiento del cuerpo humano.
La primitiva radio era entendible. Cualquiera podía fabricar a principios del siglo XX un receptor con apenas un auricular, un poco de alambre de cobre y un trozo de piedra galena. Ni siquiera hacían falta baterías, por increíble que parezca. En la actualidad, la mayor parte del mundo depende de una tecnología que se ve obligado a utilizar sin comprender ni remotamente. Es como si nos hubiéramos habituado a esta hechicería electrónica. Nadie pregunta demasiado, simplemente cuánto dinero cuesta y si se puede pagar en cuotas. Así, la gente introduce un disco compacto de policarbonato de apenas diez cm de diámetro en la ranura del reproductor de su coche y escucha mas de 12 horas de música digital estereofónica comprimida en formato MP3, tan prístina en su sonoridad que los músicos dan la sensación de estar tocando sentados en el asiento trasero. Y el asombro sede a la indiferencia absoluta. No importa tampoco que este coche esté haciendo una larga cola en una estación de venta combustibles fósiles, esperando para que le llenen un tanque inmenso con un líquido inflamable que después explotará en el seno de un pesado motor de cientos de kilogramos de peso cuya tecnología básica no ha cambiado casi nada en 200 años. Es como ver un caballero antiguo, montado en su corcel, con la armadura y la espada...y calzando zapatillas de tenis.
El fraude flagrante e indisimulable de la tecnología actual se puede contemplar sintetizado en el despegue de un trasbordador espacial. Se observa la altísima tecnología del interior de la nave, rebosante de sistemas computados digitales, contrastando grotescamente con el exterior: dos cohetes como tanques del tamaño de rascacielos, escupiendo toneladas de humo y fuego, como si se tratara de una versión monstruosa de la milenaria pirotecnia china. Eso es: disparan al espacio una suerte de cañita voladora gigantesca. No en vano después de medio siglo de lanzar astronautas a la órbita, los técnicos del Control Central de Cabo Cañaveral siguen cruzando los dedos tras sus espaldas en cada despegue. Hasta el maestro mejor pensado sabe que el alumno ha hecho trampas si obtiene un 10 después de sacar sucesivas notas bajas...
El Coronel Whitaker no iba a poder saborear las donas que con golosa fruición había comprado en la carretera. El café iba a caer de su mano al suelo, en un estallido de porcelana hecha añicos. Las palabras iban a huir de sus labios, repentinamente resecos, mientras veía al reemplazo del Señor Edison avanzar con paso lento pero firme rumbo al hangar, mientras la nave se elevaba a sus espaldas y desaparecía tan silenciosamente como había llegado. El Reemplazo del Señor Edison era un hombre común, de quizás un metro 85 de estatura, cabello castaño claro, de miembros delgados pero fuertes, de edad aproximada 30 años. Vestía una camisa clara y un pantalón holgado. Podría haberse confundido fácilmente con cualquier mecánico de la base, de no ser porque se detuvo a menos de dos metros del Coronel y se quedó inmóvil, atravesando a Whitaker con la mirada.
- Qué hicieron con su cuerpo?- escuchó el Coronel directo en su cerebro, sin que los labios del Reemplazo siquiera atinaran a moverse. Evidentemente no se trataba de un mecánico de la base. Whitaker le explicó balbuceando que el cuerpo de Edison había sido congelado. Acto seguido, y ante el estupor general, el Reemplazo le pidió un cigarrillo, esta vez expresándose en el más perfecto inglés estadounidense. El Coronel se excusó diciéndole que él ya no tenía el habito, pero alguien le acercó presuroso una caja de Camel. El Reemplazo, que desde ese mismo momento sería bautizado Camel Man, encendió uno y preguntó si podía conservar caja y encendedor.
Esa noche, aún temblando en el sillón de su despacho, el Coronel Clarence Whitaker comprendió que también él formaba parte del mayor y más terrible error en la Historia de la Humanidad. Los Amigos del Señor Edison habían logrado integrarse casi absolutamente, mezclándose en las multitudes, en las escuelas, los hospitales, los estadios, los autobuses, las iglesias, los prostíbulos, las radios, los canales de televisión, las instituciones gubernamentales, los servicios de seguridad, la policía, la marina, la aeronáutica, el ejército... Tocaron a la puerta y el Coronel dio un salto. Era su asistente, el chico Montoya. Le traía agua y aspirinas. De pronto, algo no estaba bien en su expresión. No estaba seguro de qué cosa era, pero algo en los ojos del muchacho o en el tamaño de sus orejas, o en el grosor de sus labios o en lo que fuera le disparó una sensación de pánico que jamás había experimentado, ni siquiera en el campo de batalla. Le pidió bruscamente al chico Montoya que se retirara, que se llevara el agua y las aspirinas, que lo dejara solo.
En todos estos años, alguien tendría que haberlo sospechado. Alguien tendría que haber intuido por ejemplo que la aparición de extrañas y nuevas enfermedades o extrañísimas aptitudes neurológicas o físicas tenían que ver con el experimento más increíble y siniestro.
Ahora, ya era tarde. Camel Man había arribado.
El Coronel Clarence Whitaker encendió todas las luces de su despacho, súbitamente receloso hasta de las sombras, y se quedó absorto frente al soberbio mural de 1 metro 70 por 2,50, que casi cubría una de las paredes. Había estado allí 11 años. Su esposa, de hecho, lo había escogido especialmente cuando re- decoraron su oficina. Sin embargo, jamás le había prestado mucha atención, hasta hoy.
Se incorporó y trastabilló hasta el centro del cuarto, mirando el mural con una mezcla de terror y abatimiento. Era un fresco del Descubrimiento: Cristóbal Colón llegando al Nuevo Mundo, los nativos absortos en sus primitivas canoas frente a las carabelas, los tripulantes del navegante genovés obsequiando espejos y chucherías a los pasmados aborígenes mientras estos cedían ingenuamente el oro, el precioso oro de sus dioses, el metal primero. Y el rojo oro de su sangre, pronto, muy pronto, después...

Andrés Mazzitelli-Agosto de 2006

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